Que la tierra sea leve a Diana Rigg
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Ciertamente. De las dos pantallas, la de Diana Rigg fue la pequeña. Pero recordarla como a la Olena Tyrell de Juego de Tronos (2013-2017) tras la noticia de su fallecimiento es menoscabarla. No sólo porque es evocar como a una actriz secundaria a una interprete protagonista de una serie paradigmática de la televisión de los años 60. La infamia es aún mayor porque Emma Peel, la chica de Los vengadores (1965-1968), el personaje por el que en verdad cumple rememorarla, fue una de las grandes musas del Swinging London. Tanto como pudieran serlo Twiggy, Marianne Faithfull o la maravillosa Pattie Boyd.
No es menos cierto que, siendo desde que se la recuerda una shakespeariana de pro -debutó en la antena dentro de una adaptación de El sueño de una noche de verano realizada por Peter Hall en 1959- siempre marcó cierta distancia con el resto de las musas de aquel Londres que irradiaba a todo el Occidente cristiano música, jovialidad y juventud. Las otras, o eran modelos o provenían del backstage del rock. Aunque el esplendor de todas ellas iluminaba desde Carnaby Street hasta King's Road, a Diana solo podía vérsela incorporando a Emma Peel. Es más, de las distintas intérpretes que acompañaron a Patrick McNee (John Steed) en aquella singular pareja catódica de agentes secretos -Honor Blackman (Cathy Gale), Julie Stevens (Venus Smith), Linda Thorson (Tara King)-, la que hizo historia fue Diana Rigg.
Es en ella en la que se piensa al evocar Los vengadores, la serie creada por Brian Clemens y Sydney Newman en 1961 -Diana se incorporó en la cuarta temporada, la que arrancó en el 65- que es, en sí misma, una referencia obligada en la historia de la televisión universal. Y no sólo por la modernidad de su estilo visual, también por lo singular de su discurso en unos días en que abundaban los personajes que odiaban a las mujeres que hacían cosas de hombres. Emma Peel -todas las vengadoras- siempre estaban en igualdad de condiciones que Steed. Uno y otras eran igual de eficientes, diestros y sofisticados. Pero nadie daba los golpes de kárate como la maravillosa Emma Peel. Me atreveré a decir que, cuantos tuvimos la inmensa fortuna de admirarla en las primeras emisiones españolas de Los vengadores, mediados los años 60, la adoramos desde entonces como se adoraba a la Ayesha de Rider Haggard, como a una mujer de belleza incólume, cuya imagen no envejece. Por eso nos ofende que se la recuerde como a una anciana.
Al igual que Honor Blackman, Diana también fue una chica Bond: Teresa di Vincenzo, Tracy, la única que le llevó al altar. Lástima que la ametrallasen durante la luna de miel. Lástima que para la finada el cine siempre fuese poco menos que accesorio, la tercera opción. Lo suyo fue el teatro -su trabajo en un montaje de Medea le valió un Tony en 1994- y después la televisión. Aún así, quiero recordarla en un par de comedias negras: El club de los asesinos (Basil Dearden, 1969) y Matar o no matar, este es el problema (Douglas Hickox, 1973). Como el título español de esta última sugiere -el original es Theater of Blood-, fue aquella una parodia de su pasión por Shakespeare. Coprotagonizada por el gran Vincent Price, entre los dos recrean a un padre y una hija, ambos actores, que han decidido dar muerte a los críticos que han ninguneado su trabajo recreando algunas escenas de los dramas del Bardo de Avon.
Solo queda llorar su belleza incólume Qué la tierra sea leve a la maravillosa Diana Rigg.
Publicado el 10 de septiembre de 2020 a las 21:00.